viernes, 13 de marzo de 2009

La historia de Asahina Sora




El viento de la noche mecía mi pelo lacio, parecía como si la misma noche se estuviera ondulando en finas hebras. La luz de luna le daba ese brillo sobrenatural. Miré a lo lejos. Nada en el horizonte, nadie todo estaba desierto. ¿Cuántas veces ya me había escapado del castillo? Corrí bajo el cielo estrellado, me cercioré de que nadie me estuviera siguiendo y me dirigí hacia el arrollo. Caminé entre los árboles y arbustos hasta llegar al estanque que cual gota cristalina en el medio de la vegetación era la visión que más atesoraba.
Salí de entre la maleza y me adentré en el claro. Una pequeña cascada bajaba de la colina. El agua pura y transparente iba a dar al estanque. Todo estaba rodeado por árboles y altos arbustos, era un lugar secreto que solo dos conocíamos…



*****

Sora nació en el seno de la familia Asahina. Desde pequeña le habían enseñado todo lo necesario para que siguiera los pasos de su padre, un shugenja. Ella había obedecido cada una de las órdenes de sus progenitores, tanto en lo referente a su educación como en lo que respectaba a la vida en sociedad. Según su madre, era la más buena de la familia. Sus hermanos se peleaban bastante entre sí, pero ella siempre se encargaba de calmarlos. Ella era la hermana mayor y tenía dos hermanos más pequeños de seis y siete años. Había aprendido a leer y a escribir a corta edad, era muy inteligente y con el correr de los años sus dotes como shugenja maravillaron a su padre quien estaba muy orgulloso de su pequeña hija.
Además había aprendido con su madre el arte de la ceremonia del té, el ikebana y otras actividades que siempre realizaban juntas, ella era la compañera perfecta de su madre y además creció aprendiendo con ella cómo debía comportarse una buena esposa.
Pasaron los años y Sora llegó a la edad de casarse, para ella sería un honor contraer matrimonio en beneficio de su futuro esposo y de su familia, no iba a oponer resistencia a ese asunto jamás. Sabía que sus padres iban a decidirlo por ella desde pequeña así que no le molestaba en absoluto.
Un día, cuando ya contaba con dieciséis años de edad, llegó a su casa un amigo de su padre, su nombre era Yasuki Kitaro y había ido a hablar de negocios con él. Al ver a la pequeña Sora enseguida sus ojos se posaron en ella y la quiso para sí. Estaba acostumbrado a que nunca le negaran nada, de hecho siempre desde pequeño había tenido todo lo que había querido. Ese mismo día le pidió a Asahina Kenshirou la mano de su hija.
Kenshirou tenía muchas cosas que preguntar antes de eso, pero el futuro económico de su hija parecía asegurado. Yasuki Kitaro tenía el suficiente dinero para mantenerla por el resto de su vida y parecía que aún iba a tener mucho más. Luego de las preguntas de rutina, sin consultarlo con nadie más que consigo mismo, aceptó gustoso.
Kitaro era un muchacho muy inteligente y orgulloso, pero por sobre todas las cosas lo que más le gustaba de ese mundo era el dinero. Desde pequeño le habían enseñado a negociar con mercaderes y señores de otras familias para obtener siempre el mayor precio, y el mejor beneficio. Si había algo que Kitaro jamás abandonaría era la sed de más y más dinero.
Sora supo que se casaría con el señor Yasuki al día siguiente. Él le llevaba veinte años de edad, era de complexión delgada pero tenía espalda ancha, su cabello largo y lacio de color blanco caía brillante sobre su espalda. A ella le había parecido apuesto, y le preguntó a su padre si a él le parecía bien que él fuera su esposo. Su padre estaba feliz de que su hija fuera tan obediente y le contestó:
“Hija, ese hombre va a hacerte feliz, y además puede mantenerte a ti y a tus hijos sin ningún problema por el resto de sus días”. Ella le sonrió, si para su padre estaba bien, eso era lo único que tenía que saber.

Se casaron ese mismo año, y Sora cumplió su papel de esposa, mejor incluso de lo que Kitaro hubiera creído. Ella era pequeña, pero a su edad se comportaba con clase y distinción, se vestía elegantemente y además era muy hermosa. Sus ojos celestes enmarcaban un rostro infantil pero a la vez pícaro, su cabello negro contrastaba con su piel blanca y su sonrisa lo cautivó desde un primer momento y como si esto fuera poco era muy obediente. No podía quejarse de nada, ella lo complacía en todo, y además lo acompañaba a donde él le pidiera, no podía pedir nada más, ella era perfecta.
Para Sora todo era un juego, tenía que jugar a ser como su madre, una mujer elegante, distinguida, prolija, ordenada. No le faltaba nada y su marido cumplía todos sus caprichos, vestidos, joyas y lo que ella necesitaba o deseaba, allí estaba él para cumplírselo. Pero pasaron los años, y el juego se tornó aburrido. Su marido luego de un tiempo ya no la llevó con él a las reuniones, salvo que fueran importantes, parecía como si él también se hubiera aburrido de mostrarla, después de todo, sus amigos, clientes, comerciantes, ya la conocían, ¿qué más tenía que hacer ella allí?
Sora se vio así durante el resto de su vida y el primer escollo que tuvo que sortear fue darse cuenta de que no lo amaba. Al comenzar a hablar con sus nuevas amigas ellas comentaban lo bien que la pasaban en la cama con sus maridos, ella mentía obviamente, porque jamás había sentido nada de eso al estar con él. Pero no había nada que hacer, después de todo ya se había acostumbrado, sabía que experimentar esas cosas no era para ella, y se contentaba con escuchar las experiencias de sus amigas. Pero la curiosidad en cuanto a este aspecto siempre estuvo allí, aunque ella la reprimiera.
El año nuevo de su cumpleaños número dieciocho tenía que asistir a una fiesta, no acompañaba ya a su marido a esas cosas, pero sí iba a las reuniones en que lo invitaban especialmente acompañado de su esposa. Él ya la dejaba sola prácticamente la mayor parte del día, y había otros que no regresaba a su lado.
Fue a la casa de la mujer que confeccionaba sus ropas y eligió la seda que iba a usar para su kimono. Eligió un color celeste, combinado con flores azules para que hiciera juego con sus ojos. La mujer estaba encantada con ella, jamás se quejaba del tiempo que tardaba en realizar los trabajos, ella iba con bastante antelación a hacerle los pedidos y además le dejaba buenos extras. Ni hablar de que su cuerpo esbelto hacía que luciera sus trajes de forma tal que le traía nuevas clientas cuando ella mencionaba de quien era el vestido. Tanto era así que por lo general le regalaba algún colgante que hiciera juego con el traje.
Llegó el día y su marido la fue a buscar, a pesar de todo ella seguía sin decepcionarlo, estaba hermosa en su kimono celeste, tanto que esa noche no sintió deseos de ir a buscar una prostituta. Obviamente, hacía ya mucho tiempo que se había aburrido de ella y había comenzado a frecuentar otras mujeres.
Llegaron a una hermosa casa en las afueras del pueblo, había allí gente de todas las familias, personas influyentes, nobles, aristócratas, ella no conocía a ninguno de ellos. Su marido enseguida la presentó a todos sus amigos, o clientes, ella no sabía ya quien era quien, al principio sí podía saberlo, luego su marido dejó de contarle y ella no le preguntó más tampoco.
Pasaron las horas y comenzó a aburrirse en exceso, le pidió permiso a su marido para ir a ver el lago interior de la gran mansión y él no se negó. Se acercó a la baranda de madera que bordeaba el lago artificial y miró al cielo, estaba estrellado y la luna hacía que pareciera de plata.
-Es verdad que las estrellas brillan en demasía esta noche.
A su lado se había parado un muchacho de largo cabello castaño, tenía puesta una armadura de color negro y lo que más le llamó la atención fueron sus ojos verdes, sus rasgos no eran toscos como los de su marido sino más bien finos y delicados. A ella le pareció raro que se le acercaran, ella era una mujer casada y los hombres solteros por lo general buscaban mujeres solas.
-Siempre brillan igual…
-No, hoy no.
En un primer momento no entendió que quería decir, luego se dio cuenta de que era un cumplido. Se preguntó si él sabía con quien estaba allí esa noche. No era una buena idea que hiciera eso frente a su marido, pero a ella no le molestó, de hecho le siguió el juego.
-Sus ojos brillan aún más que ellas.
-Estoy seguro que es porque usted está aquí.
Eso estaba yendo demasiado lejos ¿qué él no había visto que ella estaba con su marido? Estaba segura que había entrado de su brazo y todos la habían visto.
-Lo siento, debo volver.
Volvió al lado de su esposo y siguió aburriéndose con las charlas de negocios, eso era mucho menos peligroso. Ahora él sabía que era una mujer casada, pero en el fondo ella estaba arrepintiéndose de habérselo mostrado.
Contrariamente a lo que indicaba el decoro lo miró una y otra vez esa noche y muchas veces sus ojos se encontraron y cada vez que eso pasaba sentía que él la desnudaba con su mirada. Jamás se había sentido tan excitada en lo que llevaba de vida. Por primera vez entendió las palabras de sus amigas y lo que sentían al estar en situaciones íntimas con sus maridos. Pero ¿qué le estaba pasando? Ese no era su marido, tenía que dejar de mirarlo de una vez, se dijo, y en un momento dejó de hacerlo, tenía miedo de que su esposo se diera cuenta de algo e intentó concentrarse en lo que decían las personas que ocupaban su mesa, pero ya no había forma de hacerlo; sus pensamientos se dirigían invariablemente al misterioso hombre de ojos verdes.
Sabía que lo que iba a hacer no estaba bien pero ya no podía sostener más las cadenas que la ataban. Lo miró una vez más y se levantó de su asiento. Le pidió permiso a su marido para ir a tomar aire fresco y salió al patio trasero. Era la hora en que todos estaban comiendo y ya bastante pasados con la bebida, no había nadie allí.
-Creo que tienes razón, las estrellas brillan más esta noche- le dijo ella cuando lo vio salir. Estaba segura que lo haría.
Él se paró muy cerca de ella, tanto que podía sentir su respiración en su cuello.
-Eso es porque tú estás aquí- él tomó su mano y ella sintió una descarga eléctrica recorrer su cuerpo ¿Qué era lo que estaba haciendo? Pero ya no podía refrenarse más. No le soltó la mano, pero estaba temblado.
-No tengas miedo- le dijo él mientras apoyaba su otra mano en su mejilla.
-No tengo miedo- le dijo ella, y era cierto, no estaba temblando por eso. Y ya no hubo forma de contener la marea, él la besó apasionadamente y ella le correspondió. Sabía que estaba mal, que eso no era correcto pero jamás la habían besado así… Cuando al fin se separó de ella le dijo:
-Eres demasiado hermosa para existir en este mundo- y sin poder contenerse volvió a besarla, ella lo abrazó y estuvieron así lo que pareció una eternidad hasta que ella pudo reunir la voluntad suficiente para separarse de él.
-Debo irme, es demasiado peligroso, si mi marido nos viera…
-No me importaría morir.
-¡No digas eso!
Ella se alejó rápidamente y entró al recinto, cuando quiso concentrarse en la charla de su marido ya no pudo hacerlo. Vio que él entró un rato después, no parecía que nadie se hubiera percatado de lo sucedido afuera. Eso era un gran alivio.


*****



Y a partir de entonces la vida de Sora ya no fue la misma. Pensó en él todos los días y cada vez que lo hacía sentía deseos de llorar. Pero… ¿Cómo buscarlo? No sabía ni siquiera su nombre. Comenzó a negarse a los deseos de su esposo y él la tomó por la fuerza, mucho más de una vez. Ya nada era lo mismo y vio el final de su vida interpretando el papel de una muñeca de trapo. Por todos los medios se cuidó para no quedar embarazada, si había algo que en esos momentos no quería era darle un hijo.
Pasaron los días, un mes, dos meses, y nada cambió. Una noche decidió salir del castillo, su esposo no había vuelto y ella necesitaba despejar sus pensamientos. El frío de la noche la recibió cuando salió con el caballo, no había nadie en ese camino. Vivían en las afueras de la ciudad, y la gran mansión estaba bastante apartada. Cabalgó hacia el bosque sabía que ese lugar la tranquilizaba.
Llegó a un matorral y detrás encontró un estanque. No se veía el exterior desde allí, los árboles y arbustos formaban una pared natural. No había huellas, parecía que nadie había pisado ese lugar jamás, o hacía muchos años que nadie lo había visitado. Una cascada descendía de una pequeña colina y caía al pequeño lago. Descendió del caballo y se acercó al agua, estaba fría.
Escuchó un ruido cerca y se asustó, quizás algún animal estuviera rondando por allí, o algo peor. Se preparó para defenderse pero lo que vio la dejó totalmente indefensa, era él.
-Lo siento, no quise asustarte.
Ella estaba confundida, pero a la vez se alegró tanto que corrió hacia él y lo abrazó llorando. Él evidentemente no esperaba esa reacción.
-¿Estás bien?
-Sí, ahora lo estoy.
-Quise verte antes pero nunca te alejabas demasiado del castillo, temía que tu marido me viera y luego se desquitara contigo.
Ella lo besó, suavemente primero, apasionadamente después. Él comenzó a acariciarla y a desvestirla y ella no se lo impidió. Esa fue la primera vez que estuvieron juntos, la primera de muchas veces, durante dos largos años.
-Bayushi Shun- le dijo él viendo que a ella no parecía importarle saber su nombre, esa mujer era un misterio.
-¿Ese es tu verdadero nombre?- le preguntó ella.
-Así es.
-Un gusto conocerte- le dijo sonriendo- Asahina Sora, aunque supongo que ya lo sabes- Era muy extraña la situación, se había acostado con él, estaba ahora desnuda abrazada a su cálido cuerpo y todo eso sin haber sabido siquiera su nombre.
-¿No tienes que volver hoy?
-Mi marido no va a volver. Seguramente se quedó en la ciudad, en la casa de alguna mujer.
-Bueno, eso demuestra que es un gran imbécil.
Ella sonrió.
-Tú no pareces estar casado…
-No lo estoy, pero lo estaré pronto.
-Ojala las cosas fueran diferentes.
-¿Te arrepientes?
-No…- hizo una pausa como pensando si decirle lo que estaba pensando o no.
-Dime.
-Por primera vez en mi vida sé lo que significa hacer el amor. A Sora muchas veces la carcomía la culpa, sabía que haciendo eso estaba desobedeciendo los principios que tan bien le habían inculcado su padre y su madre, pero cuando su marido la empezó a maltratar y luego cuando ya incluso comenzó a pegarle toda esa culpa se desvaneció. Solo tenía que encontrarse con él en el estanque y ya nada más importaba.


*****


Sora estaba en su habitación, faltaba una semana para la luna llena y ella esperaba ansiosa ese momento, su vida eran esos momentos. Mientras tanto se distraía realizando varias actividades, una de las que más le gustaba era el ikebana. Esa noche estaba en su habitación, sentada a una pequeña mesa armando un hermoso adorno de flores cuando su marido llegó furioso, golpeó la puerta y fue hacia donde ella se encontraba. Ella intentó calmarlo pero fue inútil, él no le dijo nada, solo arrojó el jarrón con las flores al suelo y ella comenzó a llorar. Nunca supo que había sido lo que lo puso así, pero las consecuencias fueron terribles. La agarró de sus cabellos y la arrojó al suelo luego de pegarle varias veces en el rostro. En el suelo la pateó una y otra vez en las costillas, ella solo lloraba y gritaba por el dolor de las heridas. Abusó de ella hasta que estuvo harto y luego se marchó, dejándola sobre las sábanas cubiertas de sangre.
Las mujeres sirvientas de la casa habían escuchado los gritos pero no se atrevieron a entrar, una vez que su señor se hubo marchado llamaron al médico. Cuando él subió a verla no podía creerlo, sintió mucha pena por ella, y no le hizo preguntas. Le limpió las heridas y la vendó, fue muy amable con ella porque se imaginaba lo que había pasado; él sabía que tardaría varios días en reponerse de esa golpiza.
Sora agradeció que no le preguntara sobre lo ocurrido, no quería recordarlo, desde ese día le tuvo terror a su marido, tanto que cada vez que él aparecía se ponía a temblar. Él regresó al día siguiente e hizo como si nada hubiera pasado, como si la noche anterior nunca hubiera existido.
Pasó una semana y ella sabía que esa noche Shun estaría esperándola, pero no podía ir todavía, casi no podía sostenerse en pie. Se esforzó todo lo posible pero no logró caminar más de diez pasos. Al día siguiente volvió a intentarlo y así logró poder salir del castillo cuatro días después, aún le dolía todo el cuerpo, pero tenía que ir, él se preocuparía por ella sino lo hacía, o haría algo peor, iría a buscarla.
Esperó a que su marido se quedara dormido y salió. Fue caminado hacia allí, aún no se animaba a subir al caballo. Él estaba sentado al lado del estanque y cuando la vio cruzar los arbustos fue hacia ella y la abrazó fuertemente, a ella le dolieron las costillas y emitió un gemido.
-Estuve muy preocupado por ti ¿qué pasó?- dijo viendo que algo no andaba bien, y la besó en la frente y luego en el cuello.
-Perdoname, no pude venir antes…
Ella le respondió con más lágrimas y cuando él tomó su barbilla y levantó su rostro para que ella lo mirara a los ojos vio las marcas que aún perduraban, eran moretones por golpes de puño. Le soltó el lazo de su kimono y vio las múltiples heridas en el cuerpo de la mujer que amaba. Su mirada cambió radicalmente y le dijo:
-¿Fue él?
Ella no le respondió, y fue suficiente para que él lo interpretara como un “sí”. Enseguida subió al caballo y enfiló directamente hacia la mansión.
-¡¡Shun!! ¡¡Por favor no lo hagas!!- le gritó ella, pero él ya no escuchaba las voces de este mundo. Ella caminó lo más rápido que pudo, tenía que detenerlo, pero sabía que no iba a llegar a tiempo.
Cuando llegó al umbral de su casa vio a los dos guardias muertos en el suelo, sus pechos cubiertos de sangre, habían sido dos golpes limpios con la espada, la luz de las antorchas hacía que su sombra se moviera y todo pareciera aún más infernal. Caminó hacia la casa, todos estaban muertos, cabezas de hombres y mujeres por igual sembraban el patio de su casa, era lógico no iba a dejar a ningún testigo. Corrió hacia su habitación y lo vio mutilando el cuerpo sin vida del que había sido mi esposo. Estaba bañado en sangre, parecía un demonio, pero cuando volvió en sí la miró como siempre. Al instante miró a su alrededor y fue conciente de lo que había hecho. Las lágrimas brotaron de sus ojos, ella también lloró, porque ambos sabían que ahora todo se había terminado.
-Que he hecho…-dijo él y cruzó el marco de la puerta, sin despedirse. Ella se arrodilló en el suelo ahora carmesí por la sangre y lloró desconsoladamente mientras su vestido se teñía de rojo. No lloraba por los más de veinte muertos que ahora ocupaban su casa, sino por él, sabía que ya no iba a volver a verlo.
No fue difícil simular su dolor, todos creyeron que estaba triste y dolida por la muerte de su esposo Kitaro, cuando en realidad era por el que había sido su amante.
Si había sentido dolor con los golpes de su marido, ese dolor que sentía ahora no podía compararse, era un dolor que la destruía por dentro, el dolor de la certeza de que ya no volverían a encontrarse. Una y otra vez volvió al estanque, pero él jamás regresó allí. Mucho tiempo lloró su ausencia, sabía que ahora él le había comprado una vida tranquila, pero a un precio muy alto.
La versión que Sora había dado a los investigadores fue que un ronin irrumpió en la casa y ella se había salvado porque su marido le dijo que se ocultara en el sótano. Pero él jamás habría hecho algo así, hubiera preferido que la mataran junto a él. Ella tendría que haberse matado, pero si los dioses no lo habían permitido, era mejor dejar las cosas así. Su padre y su madre la recibieron nuevamente en su casa, sabían que ahora la vida de su hija estaba arruinada. Su padre estaba furioso y juró encontrar a ese asesino por haberlo hecho.
Pasaron dos años de la tragedia de la cual era la única sobreviviente. En el fondo ella sabía que todo ese incidente había sido un castigo de los dioses, y aún así no se arrepentía. Los días que pasó a su lado fueron los más felices de su vida y tenía la esperanza de reencontrarse con él algún día.
Ahora gracias a él su vida era más tranquila pero… ¿estaba viva?
(escribió Ashe)

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