lunes, 13 de abril de 2009

La seda que teje destinos...

Mirumoto Taiga



¿Bayushi Shun?
El nombre recordó a Sora miriadas de momentos extraordinarios, tiernos besos y caricias tras el estanque y el fuego del acero sacudiendo los cimientos de su miserable vida. ¿Qué hace él acá? ¿Porqué en todos los lugares del Imperio Esmeralda él tenía que estar acá, y justo con nosotros? Un atisbo de duda surgió en su mente. Los buenos recuerdos se mezclaban con algún temor, pero hace años que había organizado el discurso. ¿Porqué pensaba en la situación y no en la felicidad del hombre amado aquí presente? Sora no contemplaba la ida a Cheng como algo negativo, al contrario, era la oportunidad que necesitaba para reencausar su vida. Su padre no había podido casarla y en el clan flotaba la sensación de que la joven estaba desperdiciando su talento. Y lo de buscar esposo. Había sido burdo, pero tenían razón. Ningún samurai en edad casadera hubiera optado por una viuda cuyo marido murió en tan trágicas condiciones. El relevamiento de futuras parejas lo tendría que hacer ella.
Sora se acomodó el pelo y siguió escuchando al Shireikan (el comandante). Pero su mente no estaba en el diálogo. Estaba tras la máscara del escorpión.

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Makasuki escuchó cada uno de los planteos que se realizaron en esa reunión militar con esmero. Su mente funcional ordenaba las situaciones con ahínco y cuidado, de forma clara, como el arte que el ejercía. La clave era ser efectivo, en el arte y en la espada: golpea rápido, golpea cuidadosamente, vence. No había misterios. Toda la situación se le hacía extremadamente complicada: había peligros por doquier, potenciales aliados podrían ser despiadados enemigos, y tristemente notaba que salvo el arrogante emperador, hasta el mismo shogún estaba lleno de dudas. La empresa era extraordinaria, pero no imposible. Y él habría de ir hasta el fondo de la cuestión; después de todo, era la oportunidad perfecta que necesitaba para poder encarar una renovación de su imagen necesaria, después de todo, su familia le había cerrado las puertas. Era una situación extraña la suya: vivía en un clan de artistas pero en su familia lo habían visto como un paria por ello. Decían que debía dedicarse al arte de la espada y así lo hizo. Y pese a todo, si bien no lo habían expulsado, tampoco lo aceptaban abiertamente. Sí, decididamente esta oportunidad era la prueba que necesitaba para probar su valía. Se acomodó en su lugar y continuo escuchando la llamada de la guerra, que al fin y al cabo, era una oportunidad.

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El viaje de Sousuke a la capital imperial estuvo plagado de situaciones incómodas. La mujer era decididamente rara, no dormía sino que meditaba, siempre respondía con tonos soberbios y en general sus respuestas eran secas y cortantes. Esos días de viaje le permitieron centrarse en sus estudios, pero cada vez que se quería concentrar, era la mirada desaprobadora de la Dama Blanca o bien los gruñidos de ese lobo mastodonte lo que lo distraían. ¿Qué demonios había con esa condenada mujer? No hablaba, no socializaba, nada.
Luego, en la reunión, más no podría haberlo embarrado. No lo dejo hablar, lo hizo quedar como un burdo asistente. El joven shugenja entendía las jerarquías, pero qué suerte nefasta se le había pegado. No importaba. Cheng ocultaba cosas que podrían servir de aprendizaje, y como buen Isawa, el conocimiento siempre tentaba. ¿Qué clase de hechicería usarían? ¿Sería maho? ¿Sería lo que los gaijin llaman "arcana"? No habría Dama Blanca en su búsqueda del conocimiento. Quizás debería hablar un poco más con ella para ver de convencerla y que ella le desate el nudo del cuello.

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Iashiro estaba intranquilo. La situación era sumamente desfavorable, y la mirada silenciosa de su esposa en torno a su estado mayor era el presagio de que le habían asignado lo peor. Le daba esperanzas ver a su viejo amigo León entre todos esos adolescentes, pero parecían más un rejunte de locos que una verdadera organización militar. Una mujer extraña que no portaba estándarte de su clan, un monje, un viejo dragón, un escorpión sin sentido de la disciplina, otro mostrando el rostro, una Utaku fuera de una escuadra unicornio (algo muy llamativo), dos shugenjas adolescentes, salvo por algunas excepciones, tenía motivos de sobra para dudar de todos. Y lo que era peor, la desconfianza de su daimyo a toda la misión lo alteraba más. Claramente tenían todas las de perder. La situación era delicada, se sabía, pero el conocía las razones que habían llevado a esto: Sabía que Nobunaga no iba a perder sus negocios por una revuelta civil, en todo caso protegería las líneas de provisiones y se aliaría al bando ganador. Eran las reglas del juego. Después de todo, no era su tierra. Pero ese niño, el emperador era realmente EL problema, podía alegar honor y otras cuestiones para defender un bando sin salvación, o generar conflicto con otro por gloria. Ni hablar si se le ocurría querer anexar Cheng a Rokugan.
Era el precio del deber: los cinco años de verano habían terminado.

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La sonrisa volvió al rostro de Hinokagizume. Contemplaba al táctico a su lado como un buen pichón, en algún momento podría volar alto. Pero lo principal es que él estaba feliz. No por ir a una guerra, eso solo alegraba a los locos. Sino por volver al ruedo. La corte lo desgastaba. Si bien podía navegar entre grullas, escorpiones y distintas criaturas, era cansador. Le gustaba más el olor del pasto en la mañana a la hora de partir. El ruido de la forja al preparar las armaduras. Su mundo era una gran batalla, su mente una partida de ajedrez constante. Aparte, por una vez, la responsabilidad siempre aplastante no sería de él.
Y lo haría por lealtad. Su lealtad incuestionable hacia el Imperio Esmeralda. Por el sentimiento de amistad correspondida que se profesaba con el antiguo emperador. Por el renombre de su abuelo, legendario trueno león. Por el orgullo de su familia. Los Akodo siempre habían llevado toda batalla, y él estaría ahí ayudando a su viejo compañero en esta gesta.

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Ryuichi se sentía un poco desilusionado pero con mucha confianza. Claramente la situación era de lo peor: habría gran cantidad de muertos, dolor y sufrimiento. Estas guerras nunca conducían a nada, pero sabía que su palabra, algunas frases de Shinsei podrían ser el alivio de cientos de soldados en los peores momentos. Pero también sabía que la situación le permitiría unirse a grupos de exploradores, patrullaje y el fragor de los movimientos le darían el tiempo necesario para buscar a Mugen. La presencia de Taiga y de su extraña amiga le inspiraban confianza, después de todo, no estaría solo. Su hijo había partido a Cheng, pero era poca la información que él tenía de Mugen. La ciudad imperial era enorme, así que tendría varios días para reunir averiguaciones. Era el objetivo dominante de su vida. Era su pecado y como tal, debía dar cuenta de ello. Pero le daban escozor los jovenes que había visto en la reunión; muchos de ellos no tendrían ni veinte años, eran polluelos que iban a morir a un lugar que ni siquiera conocían. Por ellos también pelearía, era su deber. Porque si debía sesgar una vida de la que era culpable, debía evitar que el destino se lleve otras que él podría proteger. Quizás estaba un poco viejo y suave, pero esos rostros le recordaban tanto a su joven hijo y su ambición...

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Taiga miró a Yuki y le extendió una sonrisa. La esposa de su viejo amigo Kitsuki Eru. Una mujer refinada, algo seca pero en extremo dulce... cuando la conocían. Sino, sabía del carácter antisocial que ella sostenía. Eru siempre decía que ella era como una golosina. Quizás por fuera era dura, pero el relleno siempre lo valía; quizás Eru decía eso porque era él mismo un amante de las golosinas. Taiga recordaba a la Dama Blanca, Yuki, de sus primeros tiempos en el Dragón. Recordaba que ella y Eru lo habían ayudado muchas veces con algunas misiones diplomáticas que él había realizado. Y que incluso ella estuvo el día que decidió dejar descansar su daisho para adquirir el camino monástico. El objetivo de este viaje, este camino sin retorno que había tomado Ryuichi y que iba a concluir con su muerte, al menos no sería un trago tan amargo de digerir. Ojala pudieran volver todos a esas montañas hermosas, llenas de vida, y continuar con esa vida sencilla, inalterable con el paso de los años.

(escribió Draften)

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